Había ido yo a visitar a mi amigo el señor
Sherlock Holmes cierto día de otoño del año pasado, y me lo encontré muy
enzarzado en conversación con un caballero anciano muy voluminoso, de cara
rubicunda y cabellera de un subido color rojo. Iba yo a retirarme,
disculpándome por mi entremetimiento, pero Holmes me hizo entrar bruscamente de
un tirón, y cerró la puerta a mis espaldas.
—Mi querido Watson, no podía usted venir en
mejor momento —me dijo con expresión cordial.
—Creí que estaba usted ocupado.
—Lo estoy, y muchísimo.
—Entonces puedo esperar en la habitación de al
lado.
—De ninguna manera. Señor Wilson, este
caballero ha sido compañero y colaborador mío en muchos de los casos que mayor
éxito tuvieron, y no me cabe la menor duda de que también en el de usted me
será de la mayor utilidad.
El voluminoso caballero hizo mención de
ponerse en pie y me saludó con una inclinación de cabeza, que acompañó de una
rápida mirada interrogadora de sus ojillos, medio hundidos en círculos de
grasa.
—Tome asiento en el canapé —dijo Holmes,
dejándose caer otra vez en su sillón, y juntando las yemas de los dedos, como
era costumbre suya cuando se hallaba de humor reflexivo—. De sobra sé, mi
querido Watson, que usted participa de mi afición a todo lo que es raro y se
sale de los convencionalismos y de la monótona rutina de la vida cotidiana.
Usted ha demostrado el deleite que eso le produce, como el entusiasmo que le ha
impulsado a escribir la crónica de tantas de mis aventurillas, procurando
embellecerlas hasta cierto punto, si usted me permite la frase.
—Desde luego, los casos suyos despertaron en
mí el más vivo interés —le contesté.
—Recordará usted que hace unos días, antes que
nos lanzásemos a abordar el sencillo problema que nos presentaba la señorita
Mary Sutherland, le hice la observación de que los efectos raros y las
combinaciones extraordinarias debíamos buscarlas en la vida misma, que resulta
siempre de una osadía infinitamente mayor que cualquier esfuerzo de la
imaginación.
—Sí, y yo me permití ponerlo en duda.
—En efecto, doctor, pero tendrá usted que
venir a coincidir con mi punto de vista, porque, en caso contrario, iré
amontonando y amontonando hechos sobre usted hasta que su razón se quiebre bajo
su peso y reconozca usted que estoy en lo cierto. Pues bien: el señor Jabez
Wilson, aquí presente, ha tenido la amabilidad de venir a visitarme esta
mañana, dando comienzo a un relato que promete ser uno de los más
extraordinarios que he escuchado desde hace algún tiempo. Me habrá usted oído
decir que las cosas más raras y singulares no se presentan con mucha frecuencia
unidas a los crímenes grandes, sino a los pequeños, y también, de cuando en
cuando, en ocasiones en las que puede existir duda de si, en efecto, se ha
cometido algún hecho delictivo. Por lo que he podido escuchar hasta ahora, me
es imposible afirmar si en el caso actual estamos o no ante un crimen; pero el
desarrollo de los hechos es, desde luego, uno de los más sorprendentes de que
he tenido jamás ocasión de enterarme. Quizá, señor Wilson, tenga usted la
extremada bondad de empezar de nuevo el relato. No se lo pido únicamente porque
mi amigo, el doctor Watson, no ha escuchado la parte inicial, sino también
porque la índole especial de la historia despierta en mí el vivo deseo de oír
de labios de usted todos los detalles posibles. Por regla general, me suele
bastar una ligera indicación acerca del desarrollo de los hechos para guiarme
por los millares de casos similares que se me vienen a la memoria. Me veo
obligado a confesar que en el caso actual, y según yo creo firmemente, los
hechos son únicos.
El voluminoso cliente enarcó el pecho, como si
aquello le enorgulleciera un poco, y sacó del bolsillo interior de su gabán un
periódico sucio y arrugado. Mientras él repasaba la columna de anuncios,
adelantando la cabeza, después de alisar el periódico sobre sus rodillas, yo lo
estudié a él detenidamente, esforzándome, a la manera de mi compañero, por
descubrir las indicaciones que sus ropas y su apariencia exterior pudieran
proporcionarme.
No saqué, sin embargo, mucho de aquel examen.
A juzgar por todas las señales, nuestro visitante
era un comerciante inglés de tipo corriente, obeso, solemne y de lenta
comprensión. Vestía unos pantalones abolsados, de tela de pastor, a cuadros
grises; una levita negra y no demasiado limpia, desabrochada delante; chaleco
gris amarillento, con albertina de pesado metal, de la que colgaba para adorno
un trozo, también de metal, cuadrado y agujereado. A su lado, sobre una silla,
había un raído sombrero de copa y un gabán marrón descolorido, con el arrugado
cuello de terciopelo. En resumidas cuentas, y por mucho que yo lo mirase, nada
de notable distinguí en aquel hombre, fuera de su pelo rojo vivísimo y la
expresión de disgusto y de pesar extremados que se leía en sus facciones.
La mirada despierta de Sherlock Holmes me
sorprendió en mi tarea, y mi amigo movió la cabeza, sonriéndome, en respuesta a
las miradas mías interrogadoras:
—Fuera de los hechos evidentes de que en
tiempos estuvo dedicado a trabajos manuales, de que toma rapé, de que es
francmasón, de que estuvo en China y de que en estos últimos tiempos ha estado
muy atareado en escribir no puedo sacar nada más en limpio.
El señor Jabez Wilson se irguió en su asiento,
puesto el dedo índice sobre el periódico, pero con los ojos en mi compañero.
—Pero, por vida mía, ¿cómo ha podido usted
saber todo eso, señor Holmes? ¿Cómo averiguó, por ejemplo, que yo he realizado
trabajos manuales? Todo lo que ha dicho es tan verdad como el Evangelio, y
empecé mi carrera como carpintero de un barco.
—Por sus manos, señor. La derecha es un número
mayor de medida que su mano izquierda. Usted trabajó con ella, y los músculos
de la misma están más desarrollados.
—Bien, pero ¿y lo del rapé y la
francmasonería?
—No quiero hacer una ofensa a su inteligencia
explicándole de qué manera he descubierto eso, especialmente porque,
contrariando bastante las reglas de vuestra orden, usa usted un alfiler de
corbata que representa un arco y un compás.
—¡Ah! Se me había pasado eso por alto. Pero ¿y
lo de la escritura?
—Y ¿qué otra cosa puede significar el que el
puño derecho de su manga esté tan lustroso en una anchura de cinco pulgadas,
mientras que el izquierdo muestra una superficie lisa cerca del codo, indicando
el punto en que lo apoya sobré el pupitre?
—Bien, ¿y lo de China?
—El pez que lleva usted tatuado más arriba de
la muñeca sólo ha podido ser dibujado en China. Yo llevo realizado un pequeño
estudio acerca de los tatuajes, y he contribuido incluso a la literatura que
trata de ese tema. El detalle de colorear las escamas del pez con un leve color
sonrosado es completamente característico de China. Si, además de eso, veo
colgar de la cadena de su reloj una moneda china, el problema se simplifica aun
más.
El señor Jabez Wilson se rió con risa torpona,
y dijo:
—¡No lo hubiera creído! Al principio me
pareció que lo que había hecho usted era una cosa por demás inteligente; pero
ahora me doy cuenta de que, después de todo, no tiene ningún mérito.
—Comienzo a creer, Watson —dijo Holmes—, que
es un error de parte mía el dar explicaciones. Omne ignotum pro magnifico, como no ignora usted, y si yo sigo
siendo tan ingenuo, mi pobre celebridad, mucha o poca, va a naufragar. ¿Puede
enseñarme usted ese anuncio, señor Wilson?
—Sí, ya lo encontré —contestó él, con su dedo
grueso y colorado fijo hacia la mitad de la columna—. Aquí está. De aquí empezó
todo. Léalo usted mismo, señor.
Le quité el periódico, y leí lo que sigue:
«A la liga de los pelirrojos.— Con cargo al legado
del difunto Ezekiah Hopkins, Penn., EE. UU., se ha producido otra vacante que
da derecho a un miembro de la
Liga a un salario de cuatro libras semanales a cambio de
servicios de carácter puramente nominal. Todos los pelirrojos sanos de cuerpo y
de inteligencia, y de edad superior a los veintiún años, pueden optar al
puesto. Presentarse personalmente el lunes, a las once, a Duncan Ross. en las
oficinas de la Liga ,
Pope's Court. núm. 7. Fleet Street.»
—¿Qué diablos puede significar esto? —exclamé
después de leer dos veces el extraordinario anuncio.
Holmes se rió por lo bajo, y se retorció en su
sillón, como solía hacer cuando estaba de buen humor.
—¿Verdad que esto se sale un poco del camino
trillado? —dijo—. Y ahora, señor Wilson, arranque desde la línea de salida, y
no deje nada por contar acerca de usted, de su familia y del efecto que el
anuncio ejerció en la situación de usted. Pero antes, doctor, apunte el
periódico y la fecha.
—Es el Morning
Chronicle del veintisiete de abril de mil ochocientos noventa. Exactamente,
de hace dos meses.
—Muy bien. Veamos, señor Wilson.
—Pues bien: señor Holmes, como le contaba a
usted —dijo Jabez Wilson secándose el sudor de la frente—, yo poseo una pequeña
casa de préstamos en Coburg Square, cerca de la City. El negocio no tiene
mucha importancia, y durante los últimos años no me ha producido sino para ir
tirando. En otros tiempos podía permitirme tener dos empleados, pero en la
actualidad sólo conservo uno; y aun a éste me resultaría difícil poder pagarle,
de no ser porque se conforma con la mitad de la paga, con el propósito de
aprender el oficio.
—¿Cómo se llama este joven de tan buen conformar?
—preguntó Sherlock Holmes.
—Se llama Vicente Spaulding, pero no es
precisamente un mozalbete. Resultaría difícil calcular los años que tiene. Yo
me conformaría con que un empleado mío fuese lo inteligente que es él; sé
perfectamente que él podría ganar el doble de lo que yo puedo pagarle, y
mejorar de situación. Pero, después de todo, si él está satisfecho, ¿por qué
voy a revolverle yo el magín?
—Naturalmente, ¿por qué va usted a hacerlo? Es
para usted una verdadera fortuna el poder disponer de un empleado que quiere
trabajar por un salario inferior al del mercado. En una época como la que
atravesamos no son muchos los patronos que están en la situación de usted. Me
está pareciendo que su empleado es tan extraordinario como su anuncio.
—Bien, pero también tiene sus defectos ese
hombre —dijo el señor Wilson—. Por ejemplo, el de largarse por ahí con el
aparato fotográfico en las horas en que debería estar cultivando su
inteligencia, para luego venir y meterse en la bodega, lo mismo que un conejo
en la madriguera, a revelar sus fotografías. Ese es el mayor de sus defectos;
pero, en conjunto, es muy trabajador. Y carece de vicios.
—Supongo que seguirá trabajando con usted.
—Sí, señor. Yo soy viudo, nunca tuve hijos, y
en la actualidad componen mi casa él y una chica de catorce años, que sabe
cocinar algunos platos sencillos y hacer la limpieza. Los tres llevamos una
vida tranquila, señor; y gracias a eso estamos bajo techado, pagamos nuestras
deudas, y no pasamos de ahí. Fue el anuncio lo que primero nos sacó de quicio.
Spauling se presentó en la oficina, hoy hace exactamente ocho semanas, con este
mismo periódico en la mano, y me dijo: «¡Ojalá Dios que yo fuese pelirrojo,
señor Wilson!» Yo le pregunté: «¿De qué se trata?» Y él me contestó: «Pues que
se ha producido otra vacante en la
Liga de los Pelirrojos. Para quien lo sea equivale a una
pequeña fortuna, y, según tengo entendido, son más las vacantes que los
pelirrojos, de modo que los albaceas testamentarios andan locos no sabiendo qué
hacer con el dinero. Si mi pelo cambiase de color, ahí tenía yo un huequecito a
pedir de boca donde meterme.» «Pero bueno, ¿de qué se trata?», le pregunté.
Mire, señor Holmes, yo soy un hombre muy de su casa. Como el negocio vino a mí,
en vez de ir yo en busca del negocio, se pasan semanas enteras sin que yo ponga
el pie fuera del felpudo de la puerta del local. Por esa razón vivía sin
enterarme mucho de las cosas de fuera, y recibía con gusto cualquier noticia.
«¿Nunca oyó usted hablar de la
Liga de los Pelirrojos?», me preguntó con asombro. «Nunca.»
«Sí que es extraño, siendo como es usted uno de los candidatos elegibles para
ocupar las vacantes.» «Y ¿qué supone en dinero?», le pregunté. «Una minucia.
Nada más que un par de centenares de libras al año, pero casi sin trabajo, y
sin que le impidan gran cosa dedicarse a sus propias ocupaciones.» Se imaginará
usted fácilmente que eso me hizo afinar el oído, ya que mi negocio no marchaba
demasiado bien desde hacía algunos años, y un par de centenares de libras más
me habrían venido de perlas. «Explíqueme bien ese asunto», le dije. «Pues bien
—me contestó mostrándome el anuncio—: usted puede ver por sí mismo que la Liga tiene una vacante, y en
el mismo anuncio viene la dirección en que puede pedir todos los detalles.
Según a mí se me alcanza, la Liga
fue fundada por un millonario norteamericano, Ezekiah Hopkins, hombre raro en
sus cosas. Era pelirrojo, y sentía mucha simpatía por los pelirrojos; por eso,
cuando él falleció, se vino a saber que había dejado su enorme fortuna
encomendada a los albaceas, con las instrucciones pertinentes a fin de proveer
de empleos cómodos a cuantos hombres tuviesen el pelo de ese mismo color. Por
lo qué he oído decir, el sueldo es espléndido, y el trabajo, escaso.» Yo le
contesté: «Pero serán millones los pelirrojos que los soliciten.» «No tantos
como usted se imagina —me contestó—. Fíjese en que el ofrecimiento está
limitado a los londinenses, y a hombres mayores de edad. El norteamericano en
cuestión marchó de Londres en su juventud, y quiso favorecer a su vieja y
querida ciudad. Me han dicho, además, que es inútil solicitar la vacante cuando
se tiene el pelo de un rojo claro o de un rojo oscuro; el único que vale es el
color rojo auténtico, vivo, llameante, rabioso. Si le interesase solicitar la
plaza, señor Wilson, no tiene sino presentarse; aunque quizá no valga la pena
para usted el molestarse por unos pocos centenares de libras.» La verdad es,
caballeros, como ustedes mismos pueden verlo, que mi pelo es de un rojo vivo y
brillante, por lo que me pareció que, si se celebraba un concurso, yo tenía
tantas probabilidades de ganarlo como el que más de cuantos pelirrojos había
encontrado en mi vida. Vicente Spaulding parecía tan enterado del asunto, que
pensé que podría serme de utilidad; de modo, pues, que le di la orden de echar
los postigos por aquel día y de acompañarme inmediatamente. Le cayó muy bien lo
de tener un día de fiesta, de modo, pues, que cerramos el negocio, y marchamos
hacia la dirección que figuraba en el anuncio. Yo no creo que vuelva a contemplar
un espectáculo como aquél en mi vida, señor Holmes. Procedentes del Norte, del
Sur, del Este y del Oeste, todos cuantos hombres tenían un algo de rubicundo en
los cabellos se habían largado a la
City respondiendo al anuncio. Fleet Street estaba obstruida
de pelirrojos, y Pope's Court producía la impresión del carrito de un vendedor
de naranjas. Jamás pensé que pudieran ser tantos en el país como los que se
congregaron por un solo anuncio. Los había allí de todos los matices: rojo
pajizo, limón, naranja, ladrillo, cerro setter,
irlandés, hígado, arcilla. Pero, según hizo notar Spaulding, no eran muchos
los de un auténtico rojo, vivo y llameante. Viendo que eran tantos los que
esperaban, estuve a punto de renunciar, de puro desánimo; pero Spaulding no
quiso ni oír hablar de semejante cosa. Yo no sé cómo se las arregló, pero el
caso es que, a fuerza de empujar a éste, apartar al otro y chocar con el de más
allá, me hizo cruzar por entre aquella multitud, llevándome hasta la escalera
que conducía a las oficinas.
—Fue la suya una experiencia divertidísima
—comentó Holmes, mientras su cliente se callaba y refrescaba su memoria con un
pellizco de rapé—. Prosiga, por favor, el interesante relato.
—En la oficina no había sino un par de sillas
de madera y una mesa de tabla, a la que estaba sentado un hombre pequeño, y
cuyo pelo era aún más rojo que el mío. Conforme se presentaban los candidatos
les decía algunas palabras, pero siempre se las arreglaba para descalificarlos
por algún defectillo. Después de todo, no parecía cosa tan sencilla el ocupar
una vacante. Pero cuando nos llegó la vez a nosotros, el hombrecito se mostró
más inclinado hacia mí que hacia todos los demás, y cerró la puerta cuando
estuvimos dentro, a fin de poder conversar reservadamente con nosotros. «Este
señor se llama Jabez Wilson —le dijo mi empleado—, y desearía ocupar la vacante
que hay en la Liga.»
«Por cierto que se ajusta a maravilla para el puesto —contestó el otro—. Reúne
todos los requisitos. No recuerdo desde cuándo no he visto pelo tan hermoso.»
Dio un paso atrás, torció a un lado la cabeza, y me estuvo contemplando el pelo
hasta que me sentí invadido de rubor. Y de pronto, se abalanzó hacia mí, me dio
un fuerte apretón de manos y me felicitó calurosamente por mi éxito. «El titubear
constituiría una injusticia —dijo—. Pero estoy seguro de que sabrá disculpar el
que yo tome una precaución elemental.» Y acto continuo me agarró del pelo con
ambas manos, y tiró hasta hacerme gritar de dolor. Al soltarme, me dijo: «Tiene
usted lágrimas en los ojos, de lo cual deduzco que no hay trampa. Es preciso
que tengamos sumo cuidado, porque ya hemos sido engañados en dos ocasiones, una
de ellas con peluca postiza, y la otra, con el tinte. Podría contarle a usted
anécdotas del empleo de cera de zapatero remendón, como para que se asquease de
la condición humana.» Dicho esto se acercó a la ventana, y anunció a voz en
grito a los que estaban debajo que había sido ocupada la vacante. Se alzó un
gemido de desilusión entre los que esperaban, y la gente se desbandó, no
quedando más pelirrojos a la vista que mi gerente y yo. «Me llamo Duncan Ross
—dijo éste—, y soy uno de los que cobran pensión procedente del legado de
nuestro noble bienhechor. ¿Es usted casado, señor Wilson? ¿Tiene usted
familia?» Contesté que no la tenía. La cara de aquel hombre se nubló en el
acto, y me dijo con mucha gravedad: «¡ Vaya por Dios, qué inconveniente más
grande! ¡Cuánto lamento oírle decir eso! Como es natural, la finalidad del
legado es la de que aumenten y se propaguen los pelirrojos, y no sólo su
conservación. Es una gran desgracia que usted sea un hombre sin familia.»
También mi cara se nubló al oír aquello, señor Holmes, viendo que, después de
todo, se me escapaba, la vacante; pero, después de pensarlo por espacio de algunos
minutos, sentenció que eso no importaba. «Tratándose de otro —dijo—, esa
objeción podría ser fatal; pero estiraremos la cosa en favor de una persona de
un pelo como el suyo. ¿Cuándo podrá usted hacerse cargo de sus nuevas
obligaciones?» «Hay un pequeño inconveniente, puesto que yo tengo un negocio
mío», contesté. «¡Oh! No se preocupe por eso, señor Wilson —dijo Vicente
Spaulding—. Yo me cuidaré de su negocio.» «¿Cuál será el horario?», pregunté.
«De diez a dos.» Pues bien: el negocio de préstamos se hace principalmente a
eso del anochecido, señor Holmes, especialmente los jueves y los viernes, es
decir, los días anteriores al de paga; me venía, pues, perfectamente el ganarme
algún dinerito por las mañanas. Además, yo sabía que mi empleado es una buena persona
y que atendería a todo lo que se le presentase. «Ese horario me convendría
perfectamente —le dije—. ¿Y el sueldo?» «Cuatro libras a la semana.» «¿En qué
consistirá el trabajo?» «El trabajo es puramente nominal.» «¿Qué entiende usted
por puramente nominal?» «Pues que durante esas horas tendrá usted que hacer
acto de presencia en esta oficina, o, por lo menos, en este edificio. Si usted
se ausenta del mismo, pierde para siempre su empleo. Sobre este punto es
terminante el testamento. Si usted se ausenta de la oficina en estas horas,
falta a su compromiso.» «Son nada más que cuatro horas al día, y no se me
ocurrirá ausentarme», le contesté. «Si lo hiciese, no le valdrían excusas —me
dijo el señor Duncan Ross—. Ni por enfermedad, negocios, ni nada. Usted tiene
que permanecer aquí, so pena de perder la colocación.» «¿Y el trabajo?»
«Consiste en copiar la Enciclopedia Británica. En este estante tiene usted el primer
volumen. Usted tiene que procurarse tinta, plumas y papel secante; pero
nosotros le suministramos esta mesa y esta silla. ¿Puede usted empezar mañana?»
«Desde luego que sí», le contesté. «Entonces, señor Jabez Wilson, adiós, y
permítame felicitarle una vez más por el importante empleo que ha tenido usted
la buena suerte de conseguir.» Se despidió de mí con una reverencia,
indicándome que podía retirarme, y yo me volví a casa con mi empleado, sin
saber casi qué decir ni qué hacer, de tan satisfecho como estaba con mi buena
suerte. Pues bien: me pasé el día dando vueltas en mi cabeza al asunto, y para cuando
llegó la noche, volví a sentirme abatido, porque estaba completamente
convencido de que todo aquello no era sino una broma o una superchería, aunque
no acertaba a imaginarme qué finalidad podían proponerse. Parecía completamente
imposible que hubiese nadie capaz de hacer un testamento semejante, y de pagar
un sueldo como aquél por un trabajo tan sencillo como el de copiar la Enciclopedia Británica. Vicente Spaulding hizo todo cuanto le fue posible por darme
ánimos, pero a la hora de acostarme había yo acabado por desechar del todo la
idea. Sin embargo, cuando llegó la mañana resolví ver en qué quedaba aquello,
compré un frasco de tinta de a penique, me proveí de una pluma de escribir y de
siete pliegos de papel de oficio, y me puse en camino para Pope's Court. Con
gran sorpresa y satisfacción mía, encontré las cosas todo lo bien que podían
estar. La mesa estaba a punto, y el señor Duncan Ross, presente para
cerciorarse de que yo me ponía a trabajar. Me señaló para empezar la letra A, y luego se retiró; pero de cuando en
cuando aparecía por allí para comprobar que yo seguía en mi sitio. A las dos me
despidió, me felicitó por la cantidad de trabajo que había hecho, y cerró la
puerta del despacho después de salir yo. Un día tras otro, las cosas siguieron
de la misma forma, y el gerente se presentó el sábado, poniéndome encima de la
mesa cuatro soberanos de oro, en pago del trabajo que yo había realizado
durante la semana. Lo mismo ocurrió la semana siguiente, y la otra. Me presenté
todas las mañanas a las diez, y me ausenté a las dos. Poco a poco, el señor
Duncan Ross se limitó a venir una vez durante la mañana, y al cabo de un tiempo
dejó de venir del todo. Como es natural, yo no me atreví, a pesar de eso, a
ausentarme de la oficina un sólo momento, porque no tenía la seguridad de que
él no iba a presentarse, y el empleo era tan bueno, y me venía tan bien, que no
me arriesgaba a perderlo. Transcurrieron de idéntica manera ocho semanas,
durante las cuales yo escribí lo referente a los Abades, Arqueros, Armaduras,
Arquitectura y Ática, esperanzado de llegar, a fuerza de diligencia, muy pronto
a la b. Me gasté algún dinero en papel de oficio, y ya tenía casi lleno un
estante con mis escritos. Y de pronto se acaba todo el asunto.
—¿Que se acabó?
—Sí, señor. Y eso ha ocurrido esta mañana
mismo. Me presenté, como de costumbre, al trabajo a las diez; pero la puerta
estaba cerrada con llave, y en mitad de la hoja de la misma, clavado con una
tachuela, había un trocito de cartulina. Aquí lo tiene, puede leerlo usted mismo.

Ha Quedado Disuelta
9
Octubre 1890
Sherlock Holmes y yo examinamos aquel breve
anuncio y la cara afligida que había detrás del mismo, hasta que el lado cómico
del asunto se sobrepuso de tal manera a toda otra consideración, que ambos
rompimos en una carcajada estruendosa.
—Yo no veo que la cosa tenga nada de divertida
—exclamó nuestro cliente sonrojándose hasta la raíz de sus rojos cabellos—. Si
no pueden ustedes hacer en favor mío otra cosa que reírse, me dirigiré a otra
parte.
—No, no —le contestó Holmes empujándolo hacia
el sillón del que había empezado a levantarse—. Por nada del mundo me perdería
yo este asunto suyo. Se sale tanto de la rutina, que resulta un descanso. Pero
no se me ofenda si le digo que hay en el mismo algo de divertido. Vamos a ver,
¿qué pasos dio usted al encontrarse con ese letrero en la puerta?
—Me dejó de una pieza, señor. No sabía qué
hacer. Entré en las oficinas de al lado, pero nadie sabía nada. Por último, me
dirigí al dueño de la casa, que es contador y vive en la planta baja, y le
pregunté si podía darme alguna noticia sobre lo ocurrido a la Liga de los Pelirrojos. Me
contestó que jamás había oído hablar de semejante sociedad. Entonces le
pregunté por el señor Duncan Ross, y me contestó que era la vez primera que oía
ese nombre. «Me refiero, señor, al caballero de la oficina número cuatro», le
dije. «¿Cómo? ¿El caballero pelirrojo?» «Ese mismo.» «Su verdadero nombre es
William Morris. Se trata de un procurador, y me alquiló la habitación
temporalmente, mientras quedaban listas sus propias oficinas. Ayer se trasladó
a ellas.» «Y ¿dónde podría encontrarlo?» «En sus nuevas oficinas. Me dió su
dirección. Eso es, King Edward Street, número diecisiete, junto a San Pablo.»
Marché hacia allí, señor Holmes, pero cuando llegué a esa dirección me encontré
con que se trataba de una fábrica de rodilleras artificiales, y nadie había
oído hablar allí del señor William Morris, ni del señor Duncan Ross.
—Y ¿qué hizo usted entonces? —le preguntó
Holmes.
—Me dirigí a mi casa de Saxe-Coburg Square, y
consulté con mi empleado. No supo darme ninguna solución, salvo la de decirme
que esperase, porque con seguridad que recibiría noticias por carta. Pero esto
no me bastaba, señor Holmes. Yo no quería perder una colocación como aquélla
así como así; por eso, como había oído decir que usted llevaba su bondad hasta
aconsejar a la pobre gente que lo necesita, me vine derecho a usted.
—Y obró usted con gran acierto —dijo Holmes—.
El caso de usted resulta extraordinario, y lo
estudiaré con sumo gusto. De lo que usted me ha informado, deduzco que aquí
están en juego cosas mucho más graves de lo que a primera vista parece.
—¡Que si se juegan cosas graves! —dijo el
señor Jabez Wilson—. Yo, por mi parte, pierdo nada menos que cuatro libras
semanales.
—Por lo que a usted respecta —le hizo notar
Holmes—, no veo que usted tenga queja alguna contra esta extraordinaria Liga.
Todo lo contrario; por lo que le he oído decir, usted se ha embolsado unas
treinta libras, dejando fuera de consideración los minuciosos conocimientos que
ha adquirido sobre cuantos temas caen bajo la letra A. A usted no le han causado ningún perjuicio.
—No, señor. Pero quiero saber de esa gente,
enterarme de quiénes son, y qué se propusieron haciéndome esta jugarreta,
porque se trata de una jugarreta. La broma les salió cara, ya que les ha
costado treinta y dos libras.
—Procuraremos ponerle en claro esos extremos.
Empecemos por un par de preguntas, señor Wilson. Ese empleado suyo, que fue
quien primero le llamó la atención acerca del anuncio, ¿qué tiempo llevaba con
usted?
—Cosa de un mes.
—¿Cómo fue el venir a pedirle empleo?
—Porque puse un anuncio.
—¿No se presentaron más aspirantes que él?
—Se presentaron en número de una docena.
—¿Por qué se decidió usted por él?
—Porque era listo y se ofrecía barato.
—A mitad de salario, ¿verdad?
—Sí.
—¿Cómo es ese Vicente Spaulding?
—Pequeño, grueso, muy activo, imberbe, aunque
no bajará de los treinta años. Tiene en la frente una mancha blanca, de
salpicadura de algún ácido.
Holmes se irguió en su asiento, muy excitado,
y dijo:
—Me lo imaginaba. ¿Nunca se fijó usted en si
tiene las orejas agujereadas como para llevar pendientes?
—Sí, señor. Me contó que se las había
agujereado una gitana cuando era todavía muchacho.
—¡Ejem!—dijo Holmes recostándose de nuevo en
su asiento—. Y ¿sigue todavía en casa de usted?
— Sí, señor; no hace sino un instante que lo
dejé.
—¿Y estuvo bien atendido el negocio de usted
durante su ausencia?
—No tengo queja alguna, señor. De todos modos,
poco es el negocio que se hace por las mañanas.
—Con esto me basta, señor Wilson. Tendré mucho
gusto en exponerle mi opinión acerca de este asunto dentro de un par de días.
Hoy es sábado; espero haber llegado a una conclusión allá para el lunes.
* * *
—Veamos, Watson —me dijo Holmes una vez que se
hubo marchado nuestro visitante—. ¿Qué saca usted en limpio de todo esto?
—Yo no saco nada —le contesté con franqueza—.
Es un asunto por demás misterioso.
—Por regla general —me dijo Holmes—, cuanto
más estrambótica es una cosa, menos misteriosa suele resultar. Los
verdaderamente desconcertantes son esos crímenes vulgares y adocenados, de
igual manera que un rostro corriente es el más difícil de identificar. Pero en
este asunto de ahora tendré que actuar con rapidez.
—Y ¿qué va usted a hacer? —le pregunté.
—Fumar —me respondió—. Es un asunto que me
llevará sus tres buenas pipas, y yo le pido a usted que no me dirija la palabra
durante cincuenta minutos.
Sherlock Holmes se hizo un ovillo en su
sillón, levantando las rodillas hasta tocar su nariz aguileña, y de ese modo
permaneció con los ojos cerrados y la negra pipa de arcilla apuntando fuera,
igual que el pico de algún extraordinario pajarraco. Yo había llegado a la
conclusión de que se había dormido, y yo mismo estaba cabeceando; pero Holmes
saltó de pronto de su asiento con el gesto de un hombre que ha tomado una
resolución, y dejó la pipa encima de la repisa de la chimenea, diciendo:
—Esta tarde toca Sarasate en St. James Hall.
¿Qué opina usted, Watson? ¿Pueden sus enfermos prescindir de usted durante
algunas horas?
—Hoy no tengo nada que hacer. Mi clientela no
me acapara nunca mucho.
—En ese caso, póngase el sombrero y acompáñeme.
Pasaré primero por la City ,
y por el camino podemos almorzar alguna cosa. Me he fijado en que el programa
incluye mucha música alemana, que resulta más de mi gusto que la italiana y la
francesa. Es música introspectiva, y yo quiero hacer un examen de conciencia.
Vamos.
Hasta Aldersgate hicimos el viaje en el
ferrocarril subterráneo; un corto paseo nos llevó hasta Saxe-Coburg Square,
escenario del extraño relato que habíamos escuchado por la mañana. Era ésta una
placita ahogada, pequeña, de quiero y no puedo, en la que cuatro hileras de
desaseadas casas de ladrillo de dos pisos miraban a un pequeño cercado, de
verjas, dentro del cual una raquítica cespedera y unas pocas matas de ajado
laurel luchaban valerosamente contra una atmósfera cargada de humo y adversa.
Tres bolas doradas y un rótulo marrón con el nombre «Jabez Wilson», en letras
blancas, en una casa que hacía esquina, servían de anuncio al local en que
nuestro pelirrojo cliente realizaba sus transacciones. Sherlock Holmes se
detuvo delante del mismo, ladeó la cabeza y lo examinó detenidamente con ojos
que brillaban entre sus encogidos párpados. Después caminó despacio calle
arriba, y luego calle abajo hasta la esquina, siempre con la vista clavada en
los edificios. Regresó, por último, hasta la casa del prestamista, y, después
de golpear con fuerza dos o tres veces en el suelo con el bastón, se acercó a
la puerta y llamó. Abrió en el acto un joven de aspecto despierto, bien
afeitado, y le invitó a entrar.
—No, gracias; quería sólo preguntar por dónde
se va a Stran —dijo Holmes.
—Tres a la derecha, y luego cuatro a la
izquierda contestó el empleado, apresurándose a cerrar.
—He ahí un individuo listo —comentó Holmes
cuando nos alejábamos—. En mi opinión, es el cuarto en listeza de Londres, y en
cuanto a audacia, quizá pueda aspirar a ocupar el tercer lugar. He tenido antes
de ahora ocasión de intervenir en asuntos relacionados con él.
—Es evidente
—dije yo— que el empleado del señor Wilson entre por mucho en este misterio de la Liga de los Pelirrojos. Estoy
seguro de que usted le preguntó el camino únicamente para tener ocasión de
echarle la vista encima.
—No a él.
—¿A quién, entonces?
—A las rodilleras de sus pantalones.
—¿Y qué vio usted en ellas?
—Lo que esperaba ver.
—¿Y por qué golpeó usted el suelo de la acera?
—Mi querido doctor, éstos son momentos de
observar, no de hablar. Somos espías en campo enemigo. Ya sabemos algo de
Saxe-Coburg Square. Exploremos ahora las travesías que tiene en su parte
posterior.
La carretera por la que nos metimos al doblar
la esquina de la apartada plaza de Saxe-Coburg presentaba con ésta el mismo
contraste que la cara de un cuadro con su reverso. Estábamos ahora en una de
las arterias principales por donde discurre el tráfico de la City hacia el Norte y hacia
el Oeste. La calzada se hallaba bloqueada por el inmenso río del tráfico
comercial que fluía en una doble marea hacia dentro y hacia fuera, en tanto que
los andenes hormigueaban de gentes que caminaban presurosas. Contemplando la
hilera de tiendas elegantes y de magníficos locales de negocio, resultaba
difícil hacerse a la idea de que, en efecto, desembocasen por el otro lado en
la plaza descolorida y muerta que acabábamos de dejar.
—Veamos —dijo Holmes, en pie en la esquina y
dirigiendo su vista por la hilera de edificios adelante—. Me gustaría poder
recordar el orden en que están aquí las casas. Una de mis aficiones es la de
conocer Londres al dedillo. Tenemos el Mortimer's, el despacho de tabacos, la
tiendecita de periódicos, la sucursal Coburg del City and Suburban Bank, el
restaurante vegetalista y el depósito de las carrocerías McFarlane. Y con esto
pasamos a la otra manzana, Y ahora, doctor, ya hemos hecho nuestra trabajo, y
es tiempo de que tengamos alguna distracción. Un bocadillo, una taza de café, y
acto seguido a los dominios del violín, donde todo es dulzura, delicadeza y
armonía, y donde no existen clientes pelirrojos que nos molesten con sus
rompecabezas.
Era mi amigo un músico entusiasta que no se
limitaba a su gran destreza de ejecutante, sino que escribía composiciones de
verdadero mérito. Permaneció toda la tarde sentado en su butaca sumido en la
felicidad más completa; de cuando en cuando marcaba gentilmente con el dedo el
compás de la música, mientras que su rostro de dulce sonrisa y sus ojos
ensoñadores se parecían tan poco a los de Holmes el sabueso, a los de Holmes el
perseguidor implacable, agudo, ágil, de criminales, como es posible concebir.
Los dos aspectos de su singular temperamento se afirmaban alternativamente, y
su extremada exactitud y astucia representaban, según yo pensé muchas veces, la
reacción contra el humor poético y contemplativo que, en ocasiones, se
sobreponía dentro de él. Ese vaivén de su temperamento lo hacía pasar desde la
más extrema languidez a una devoradora energía; y, según yo tuve oportunidad de
saberlo bien, no se mostraba nunca tan verdaderamente formidable como cuando se
había pasado días enteros descansando ociosamente en su sillón, entregado a sus
improvisaciones y a sus libros de letra gótica. Era entonces cuando le acometía
de súbito el anhelo vehemente de la caza, y cuando su brillante facultad de
razonar se elevaba hasta el nivel de la intuición, llegando al punto de que
quienes no estaban familiarizados con sus métodos le mirasen de soslayo, como a
persona cuyo saber no era el mismo de los demás mortales. Cuando aquella tarde
lo vi tan arrebujado en la música de St. James Hall, tuve la sensación de que
quizá se les venían encima malos momentos a aquellos en cuya persecución se
había lanzado.
—Seguramente que querrá usted ir a su casa,
doctor —me dijo cuando salíamos.
—Sí, no estaría de más.
—Y yo tengo ciertos asuntos que me llevarán
varias horas. Este de la plaza de Coburg es cosa grave.
—¿Cosa grave? ¿Por qué?
—Está preparándose un gran crimen. Tengo toda
clase de razones para creer que llegaremos a tiempo de evitarlo. Pero el ser
hoy sábado complica bastante las cosas. Esta noche lo necesitaré a usted.
—¿A qué hora?
—Con que venga a las diez será suficiente.
—Estaré a las diez en Baker Street.
—Perfectamente. ¡Oiga, doctor! Échese el
revólver al bolsillo, porque quizá la cosa sea peligrosilla.
Me saludó con un vaivén de la mano, giró sobre
sus tacones, y desapareció instantáneamente entre la multitud.
Yo no me tengo por más torpe que mis
convecinos, pero siempre que tenía que tratar con Sherlock Holmes me sentía
como atenazado por mi propia estupidez. En este caso de ahora, yo había oído
todo lo que él había oído, había visto lo que él había visto, y, sin embargo,
era evidente, a juzgar por sus palabras, que él veía con claridad no solamente
lo que había ocurrido, sino también lo que estaba a punto de ocurrir, mientras
que a mí se me presentaba todavía todo el asunto como grotesco y confuso.
Mientras iba en coche hasta mi casa de Kensington, medité sobre todo lo
ocurrido, desde el extraordinario relato del pelirrojo copista de la Enciclopedia , hasta la visita a Saxe-Coburg Square,
y las frases ominosas con que Holmes se había despedido de mí. ¿Qué expedición
nocturna era aquélla, y por qué razón tenía yo que ir armado? ¿Adonde iríamos,
y qué era lo que teníamos que hacer? Holmes me había insinuado que el empleado
barbilampiño del prestamista era un hombre temible, un hombre que quizá estaba
desarrollando un juego de gran alcance. Intenté desenredar el enigma, pero
renuncié a ello con desesperanza, dejando de lado el asunto hasta que la noche
me trajese una explicación.
Eran las nueve y cuarto cuando salí de mi casa
y me encaminé, cruzando el Parque y siguiendo por Oxford Street, hasta Baker
Street. Había parados delante de la puerta dos coches hanso, y al entrar en el Vestíbulo oí ruido de voces en el piso
superior. Al entrar en la habitación de Holmes, encontré a éste en animada
conversación con dos hombres, en uno de los cuales reconocí al agente oficial
de Policía Peter Jones; el otro era un hombre alto, delgado, caritristón, de
sombrero muy lustroso y levita abrumadoramente respetable.
—¡Aja! Ya está completa nuestra expedición
—dijo Holmes, abrochándose la zamarra de marinero y cogiendo del perchero su
pesado látigo de caza—. Creo que usted, Watson. conoce ya al señor Jones, de
Scotlan Yard. Permítame que le presente al señor Merryweather, que será esta
noche compañero nuestro de aventuras.
—Otra vez salimos de caza por parejas, como
usted ve, doctor —me dijo Jones con su prosopopeya habitual—. Este amigo
nuestro es asombroso para levantar la pieza. Lo que él necesita es un perro
viejo que le ayude a cazarla.
—Espero que, al final de nuestra caza, no
resulte que hemos estado persiguiendo fantasmas —comentó, lúgubre, el señor
Merryweather.
—Caballero, puede usted depositar una buena
dosis de confianza en el señor Holmes —dijo con engreimiento el agente de
Policía—. Él tiene pequeños métodos propios, y éstos son, si él no se ofende
porque yo se lo diga, demasiado teóricos y fantásticos, pero lleva dentro de sí
mismo a un detective hecho y derecho. No digo nada de más afirmando que en una
o dos ocasiones, tales como el asunto del asesinato de Sholto y del tesoro de
Agra, ha andado más cerca de la verdad que la organización policíaca.
—Me basta con que diga usted eso, señor Jones
—respondió con deferencia el desconocido—. Pero reconozco que echo de menos mi
partida de cartas. Por vez primera en veintisiete años, dejo de jugar mi
partida de cartas un sábado por la noche.
—Creo—le hizo notar Sherlock Holmes —que esta
noche se juega usted algo de mucha mayor importancia que todo lo que se ha
jugado hasta ahora, y que la partida le resultará más emocionante. Usted, señor
Merryweather, se juega unas treinta mil libras esterlinas, y usted, Jones, la
oportunidad de echarle el guante al individuo a quien anda buscando.
—A John Clay, asesino, ladrón, quebrado
fraudulento y falsificador. Se trata de un individuo joven, señor Merryweather,
pero marcha a la cabeza de su profesión, y preferiría esposarlo a él mejor que
a ningún otro de los criminales de Londres. Este John Clay es hombre
extraordinario. Su abuelo era duque de sangre real, y el nieto cursó estudios
en Eton y en Oxford. Su cerebro funciona con tanta destreza como sus manos, y
aunque encontramos rastros suyos a la vuelta de cada esquina, jamás sabemos
dónde dar con él. Esta semana violenta una casa en Escocia, y a la siguiente va
y viene por Cornwall recogiendo fondos para construir un orfanato. Llevo
persiguiéndolo varios años, y nunca pude ponerle los ojos encima.
—Espero tener el gusto de presentárselo esta
noche. También yo he tenido mis más y mis menos con el señor John Clay, y estoy
de acuerdo con usted en que va a la cabeza de su profesión. Pero son ya las
diez bien pasadas, y es hora de que nos pongamos en camino. Si ustedes suben en
el primer coche, Watson y yo los seguiremos en el segundo.
Sherlock Holmes no se mostró muy comunicativo
durante nuestro largo trayecto en coche, y se arrellanó en su asiento tarareando
melodías que había oído aquella tarde. Avanzamos traqueteando por un laberinto
inacabable de calles alumbradas con gas, y desembocamos, por fin, en Farringdon
Street.
—Ya estamos llegando —comentó mi amigo—. Este
Merryweather es director de un Banco, y el asunto le interesa de una manera
personal. Me pareció asimismo bien el que nos acompañase Jones. No es mala
persona, aunque en su profesión resulte un imbécil perfecto. Posee una positiva
buena cualidad. Es valiente como un bull-dog,
y tan tenaz como una langosta cuando cierra sus garras sobre alguien. Ya
hemos llegado, y nos esperan.
Estábamos en la misma concurrida arteria que
habíamos visitado por la mañana. Despedimos a nuestros coches y, guiados por el
señor Merryweather, nos metimos por un estrecho pasaje, y cruzamos una puerta
lateral que se abrió al llegar nosotros. Al otro lado había un corto pasillo,
que terminaba en una pesadísima puerta de hierro. También ésta se abrió,
dejándonos pasar a una escalera de piedra y en curva, que terminaba en otra
formidable puerta. El señor Merryweather se detuvo para encender una linterna,
y luego nos condujo por un corredor oscuro y que olía a tierra; luego, después
de abrir una tercera puerta, desembocamos en una inmensa bóveda o bodega en que
había amontonadas por todo su alrededor jaulas de embalaje con cajas macizas
dentro.
—Desde arriba no resulta usted muy vulnerable
—hizo notar Holmes, manteniendo en alto la linterna y revisándolo todo con la
mirada.
—Ni desde abajo —dijo el señor Merryweather
golpeando con su bastón en las losas con que estaba empedrado el suelo—. ¡Por
vida mía, esto suena a hueco! —exclamó, alzando sorprendido la vista.
—Me veo obligado a pedir a usted que
permanezca un poco más tranquilo —le dijo con severidad Holmes—. Acaba usted de
poner en peligro todo el éxito de la expedición. ¿Puedo pedirle que tenga la
bondad de sentarse encima de una de estas cajas, sin intervenir en nada?
El solemne señor Merryweather se encaramó a
una de las jaulas de embalaje mostrando gran disgusto en su cara, mientras
Holmes se arrodillaba en el suelo y, sirviéndose de la linterna y de una lente
de aumento, comenzó a escudriñar minuciosamente las rendijas entre losa y losa.
Le bastaron pocos segundos para llegar al convencimiento, porque se puso
ágilmente en pie y se guardó su lente en el bolsillo.
—Tenemos por delante lo menos una hora —dijo a
modo de comentario—, porque nada pueden hacer mientras el prestamista no se
haya metido en la cama. Pero cuando esto ocurra, pondrán inmediatamente manos a
la obra, pues cuanto antes le den fin, más tiempo les quedará para la fuga.
Doctor, en este momento nos encontramos, según usted habrá ya adivinado, en los
sótanos de la sucursal que tiene en la
City uno de los principales bancos londinenses. El señor
Merryweather es el presidente del Consejo de dirección, y él explicará a usted
por qué razones puede esta bodega despertar ahora mismo vivo interés en los
criminales más audaces de Londres.
—Se trata del oro francés que aquí
tenemos—cuchicheó el director—. Hemos recibido ya varias advertencias de que
quizá se llevase a cabo una tentativa para robárnoslo.
—¿El oro francés?
—Sí. Hace algunos meses se nos presentó la
conveniencia de reforzar nuestros recursos, y para ello tomamos en préstamo
treinta mil napoleones oro al Banco de Francia. Ha corrido la noticia de que no
habíamos tenido necesidad de desempaquetar el dinero, y que éste se encuentra
aún en nuestra bodega. Esta jaula sobre la que estoy sentado encierra dos mil
napoleones empaquetados entre capas superpuestas de plomo. En este momento,
nuestras reservas en oro son mucho más elevadas de lo que es corriente guardar
en una sucursal, y el Consejo de dirección tenía sus recelos por este motivo.
—Recelos que estaban muy justificados —hizo
notar Holmes—. Es hora ya de que pongamos en marcha nuestros pequeños planes.
Calculo que de aquí a una hora las cosas habrán hecho crisis. Para empezar,
señor Merryweather, es preciso que corra la pantalla de esta linterna sorda.
—¿Y vamos a permanecer en la oscuridad?
—Eso me temo. Traje conmigo un juego de
cartas, pensando que, en fin de cuentas, siendo como somos una partie carree, quizá no se quedara usted
sin echar su partidita habitual. Pero, según he observado, los preparativos del
enemigo se hallan tan avanzados, que no podemos correr el riesgo de tener luz
encendida. Y. antes que nada, tenemos que tomar posiciones. Esta gente es
temeraria y, aunque los situaremos en desventaja, podrían causarnos daño si no
andamos con cuidado. Yo me situaré detrás de esta jaula, y ustedes escóndanse
detrás de aquéllas. Cuando yo los enfoque con una luz, ustedes los cercan
rápidamente. Si ellos hacen fuego, no sienta remordimientos de tumbarlos a
tiros, Watson.
Coloqué mi revólver, con el gatillo levantado,
sobre la caja de madera detrás de la cual estaba yo parapetado. Holmes corrió
la cortina delantera de su linterna, y nos dejó; sumidos en negra oscuridad, en
la oscuridad más absoluta en que yo me encontré hasta entonces. El olor del
metal caliente seguía atestiguándonos que la luz estaba encendida, pronta a
brillar instantáneamente. Aquellas súbitas tinieblas, y el aire frío y húmedo
de la bodega, ejercieron una impresión deprimente y amortiguadora sobre mis
nervios, tensos por la más viva expectación.
—Sólo les queda un camino para la retirada —cuchicheó
Holmes—; el de volver a la casa y salir a Saxe-Coburg Square. Habrá usted hecho
ya lo que le pedí, ¿verdad?
—Un inspector y dos funcionarios esperan en la
puerta delantera.
—Entonces, les hemos tapado todos los
agujeros. Silencio, pues, y a esperar.
¡Qué larguísimo resultó aquello! Comparando
notas más tarde, resulta que la espera fue de una hora y cuarto, pero yo tuve
la sensación de que había transcurrido la noche y que debía de estar alboreando
por encima de nuestras cabezas. Tenía los miembros entumecidos y cansados,
porque no me atrevía a cambiar de postura, pero mis nervios habían alcanzado el
más alto punto de tensión, y mi oído se había agudizado hasta el punto de que
no sólo escuchaba la suave respiración de mis compañeros, sino que distinguía
por su mayor volumen la inspiración del voluminoso Jones, de la nota suspirante
del director del Banco. Desde donde yo estaba, podía mirar por encima del cajón
hacia el piso de la bodega. Mis ojos percibieron de pronto el brillo de una
luz.
Empezó por ser nada más que una leve chispa en
las losas del empedrado, y luego se alargó hasta convertirse en una línea
amarilla; de pronto, sin ninguna advertencia ni ruido, pareció abrirse un
desgarrón, y apareció una mano blanca, femenina casi, que tanteó por el centro
de la pequeña superficie de luz. Por espacio de un minuto o más, sobresalió la
mano del suelo, con sus inquietos dedos. Se retiró luego tan súbitamente como
había aparecido, y todo volvió a quedar sumido en la oscuridad, menos una
chispita cárdena, reveladora de una grieta entre las losas.
Pero esa desaparición fue momentánea. Una de
las losas, blancas y anchas, giró sobre uno de sus lados, produciendo un ruido
chirriante, de desgarramiento, dejando abierto un hueco cuadrado, por el que se
proyectó hacia fuera la luz de una linterna. Asomó por encima de los bordes una
cara barbilampiña, infantil, que miró con gran atención a su alrededor y luego,
haciendo palanca con las manos a un lado y otro de la abertura, se lanzó hasta
sacar primero los hombros, luego la cintura, y apoyó por fin una rodilla encima
del borde. Un instante después se irguió en pie a un costado del agujero,
ayudando a subir a un compañero, delgado y pequeño como él, de cara pálida y
una mata de pelo de un rojo vivo.
—No hay nadie —cuchicheó—. ¿Tienes el
cortafrío y los talegos?... ¡Válgame Dios! ¡Salta, Archie, salta; yo le haré
frente!
Sherlock Holrnes había saltado de su
escondite, agarrando al intruso por el cuello de la ropa. El otro se zambulló
en el agujero, y yo pude oír el desgarrón de sus faldones en los que Jones
había hecho presa. Centelleó la luz en el cañón de un revólver, pero el látigo
de caza de Holmes cayó sobre la muñeca del individuo, y el arma fue a parar al
suelo, produciendo un ruido metálico sobre las losas.
—Es inútil, John Clay —le dijo Holmes, sin
alterarse—; no tiene usted la menor probabilidad a su favor.
—Ya lo veo—contestó el otro con la mayor
sangre fría—. Supongo que mi compañero está a salvo, aunque, por lo que veo, se
han quedado ustedes con las colas de su chaqueta.
—Le esperan tres hombres a la puerta —le dijo
Holmes.
—¿Ah, sí? Por lo visto no se le ha escapado a
usted detalle. Le felicito.
—Y yo a usted —le contestó Holmes—. Su idea de
los pelirrojos tuvo gran novedad y eficacia.
—En seguida va usted a encontrarse con su
compinche —dijo Jones—. Es más ágil que yo descolgándose por los agujeros.
Alargue las manos mientras le coloco las pulseras.
—Haga el favor de no tocarme con sus manos
sucias —comentó el preso, en el momento en que se oyó el clic de las esposas al
cerrarse—. Quizá ignore que corre por mis venas sangre real. Tenga también la
amabilidad de darme el tratamiento de señor
y de pedirme las cosas por favor.
—Perfectamente—dijo Jones, abriendo los ojos y con una risita—. ¿Se
digna, señor, caminar escaleras arriba, para que podamos llamar a un coche y
conducir a su alteza hasta la
Comisaría ?
—Así está mejor —contestó John Clay
serenamente. Nos saludó a los tres con una gran inclinación cortesana, y salió
de allí tranquilo, custodiado por el detective.
—Señor Holmes —dijo el señor Merryweather,
mientras íbamos tras ellos, después de salir de la bodega—, yo no sé cómo podrá
el Banco agradecérselo y recompensárselo. No cabe duda de que usted ha sabido
descubrir y desbaratar del modo más completo una de las tentativas más audaces
de robo de bancos que yo he conocido.
—Tenía mis pequeñas cuentas que saldar con el
señor John Clay—contestó Holmes—. El asunto me ha ocasionado algunos pequeños
desembolsos que espero que el Banco me reembolsará. Fuera de eso, estoy
ampliamente recompensado con esta experiencia, que es en muchos aspectos única,
y con haberme podido enterar del extraordinario relato de la Liga de los Pelirrojos.
Ya de mañana, sentado frente a sendos vasos de
whisky con soda en Baker Street, me explicó
Holmes:
—Comprenda usted, Watson; resultaba evidente
desde el principio que la única finalidad posible de ese fantástico negocio del
anuncio de la Liga
y del copiar la Enciclopedia , tenía que ser el alejar durante un
número determinado de horas todos los días a este prestamista, que tiene muy
poco dé listo. El medio fue muy raro, pero la verdad es que habría sido difícil
inventar otro mejor. Con seguridad que fue el color del pelo de su cómplice lo
que sugirió la idea al cerebro ingenioso de Clay. Las cuatro libras semanales
eran un espejuelo que forzosamente tenía que atraerlo, ¿y qué suponía eso para
ellos, que se jugaban en el asunto muchos millares? Insertan el anuncio; uno de
los granujas alquila temporalmente la oficina, y el otro incita al prestamista
a que se presente a solicitar el empleo, y entre los dos se las arreglan para
conseguir que esté ausente todos los días laborables. Desde que me enteré de
que el empleado trabajaba a mitad de sueldo, vi con claridad que tenía algún
motivo importante para ocupar aquel empleo.
—¿Y cómo llegó usted a adivinar este motivo?
—Si en la casa hubiese habido mujeres, habría
sospechado que se trataba de un vulgar enredo amoroso. Pero no había que pensar
en ello. El negocio que el prestamista hacía era pequeño, y no había nada
dentro de la casa que pudiera explicar una preparación tan complicada y un
desembolso como el que estaban haciendo. Por consiguiente, era por fuerza algo
que estaba fuera de la casa. ¿Qué podía ser? Me dio en qué pensar la afición
del empleado a la fotografía, y el truco suyo de desaparecer en la bodega...
¡La bodega! En ella estaba uno de los extremos de la complicada madeja.
Pregunté detalles acerca del misterioso empleado, y me encontré con que tenía
que habérmelas con uno de los criminales más calculadores y audaces de Londres.
Este hombre estaba realizando en la bodega algún trabajo que le exigía varias
horas todos los días, y esto por espacio de meses. ¿Qué puede ser?, volví a
preguntarme. No me quedaba sino pensar que estaba abriendo un túnel que
desembocaría en algún otro edificio. A ese punto había llegado cuando fui a
visitar el lugar de la acción. Lo sorprendí a usted cuando golpeé el suelo con
mi bastón. Lo que yo buscaba era descubrir si la bodega se extendía hacia la
parte delantera o hacia la parte posterior. No daba a la parte delantera. Tiré
entonces de la campanilla, y acudió, como yo esperaba, el empleado. El y yo
hemos librado algunas escaramuzas, pero nunca nos habíamos visto. Apenas si me
fijé en su cara. Lo que yo deseaba ver eran sus rodillas. Usted mismo debió de
fijarse en lo desgastadas y llenas de arrugas y de manchas que estaban.
Pregonaban las horas que se había pasado socavando el agujero. Ya sólo quedaba
por determinar hacia dónde lo abrían. Doblé la esquina, me fijé en que el City
and Suburban Bank daba al local de nuestro amigo, y tuve la sensación de haber
resuelto el problema. Mientras usted, después del concierto, marchó en coche a
su casa, yo me fui de visita a Scotland Yard, y a casa del presidente del directorio
del Banco, con el resultado que usted ha visto.
—¿Y cómo pudo usted afirmar que realizarían
esta noche su tentativa? —le pregunté.
—Pues bien: al cerrar las oficinas de la Liga daban con ello a
entender que ya les tenia sin cuidado la presencia del señor Jabez Wilson; en
otras palabras: que habían terminado su túnel. Pero resultaba fundamental que
lo aprovechasen pronto, ante la posibilidad de que fuese descubierto, o el oro
trasladado a otro sitio. Les convenía el sábado, mejor que otro día cualquiera,
porque les proporcionaba dos días para huir. Por todas esas razones yo creí que
vendrían esta noche.
—Hizo usted sus deducciones magníficamente
—exclamé con admiración sincera—. La cadena es larga, pero, sin embargo, todos
sus eslabones suenan a cosa cierta. ,
—Me libró de mi fastidio —contestó Holmes,
bostezando—. Por desgracia, ya estoy sintiendo que otra vez se apodera de mí.
Mi vida se desarrolla en un largo esfuerzo para huir de las vulgaridades de la
existencia. Estos pequeños problemas me ayudan a conseguirlo.
—Y es usted un benefactor de la raza humana
—le dije yo.
Holmes se encogió de hombros, y contestó a
modo de comentario:
—Pues bien: en fin de cuentas, quizá tengan alguna pequeña utilidad. L'homme c'est ríen, l'ouvre c'est tout, según escribió
Gustavo Flaubert a George Sand.
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